Son algo más de doce y medio metros cuadrados.
En su lado oriente, de norte a sur, se ubican:
Una planta mediana, cuyo nombre nunca retuve. En su base mide unos sesenta centímetros de diámetro, con hojas medianamente largas, de bordes ondulados, que crecen ordenadas de manera concéntrica. Florece varias veces al año, aunque eso lo noté recién ahora, que veo cómo empiezan a asomarse en el extremo de sus largas y delgadas varillas de color verde claro –mucho más claro que el de sus hojas– unas diminutas florecitas de un rosa intenso, entre las cuales se asoma un puntito blanco, que no sé qué es. Lo extraño es que a veces sus flores son blancas, alternadas con otras lilas; su textura es más bien seca y me recuerda esas Siemprevivas que utilicé hace casi veinte años en una obra que hice en Km0, mi primera residencia, en un pueblito cerca de Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia. ¿Será una Siempreviva?
A continuación, creciendo pegado al borde de las baldosas, hay un Geranio. Ha sobrevivido milagrosamente a los escombros que se acumularon durante meses, cubriendo casi todo el patio cuando hicimos la remodelación. Mide unos ciento treinta centímetros de largo, por unos cuarenta de ancho y unos setenta de alto. Logré sacarle casi todas las manchas de pintura que le cayeron encima y ahora goza de buena salud. Al rozarla, sus hojas desprenden un aroma intenso y agradable, distinto al de las flores, creo que es más cítrico, pero lamentablemente carezco de la precisión necesaria para describir adecuadamente los olores, de manera que sólo puedo decir que me encanta. Bajo sus hojas, y a su derecha, se esconde un Romero; le ha costado crecer, pero creo que ya se afirmó. Más hacia el sur, entre las hojas del Geranio se van asomando los largos tallos de unos ajos chilotes, deben ser unos cinco o seis…
En el lado sur, de oriente a poniente:
Luego del Geranio, cometí el error de plantar juntas tres Colas de Zorro enanas. Se veían bien en un comienzo, pero crecen como contratadas y por más que las he amarrado y las podo una y otra vez, vuelve a desplegarse cubriendo peligrosamente varias otras plantas que quedan atrapadas debajo. Una de ellas es una Fuchsia, que aún sobrevive; otra, en el centro del rectángulo de tierra, un Chilco blanco. De él sólo quedan sus ramitas secas y peladas, no logró sobrevivir al verano de escombros, pero no me he atrevido a sacarlo; tal vez porque se lo compró Javier a la señora Martina en Loncoche; lo trajimos con tanto cuidado, que me niego a reconocer que no tiene vuelta y aún espero que reaparezcan sus pequeñas campanitas blancas.
Un poco más allá está el orgullo del patio, un Arrayán que ha logrado afirmarse en este clima tan adverso. Tenía el tronco muy chueco, así que le puse un tutor y al parecer corrigió su rumbo. Ya mide más de un metro treinta y cinco, y aunque en el lado que le llega más sol sus hojas tienen las puntas un poco secas, está lleno de diminutos brotes, por lo que confío en que seguirá creciendo. Al mirarlo pienso en sus hermanos en Lo Beño, que crecen y crecen acompañados de Coigües, Avellanos, Robles, y no puedo creer que seguro vamos a completar un año sin ir a visitarlos… Bajo el Arrayán, un poco más hacia el sur, sigue creciendo el Orégano, formando un suave colchón. Está muy verde y contrasta con el arbusto de flores azules que no deja de secarse. No recuerdo si cada invierno se seca así o es algo circunstancial.
En el poniente, de sur a norte:
La esquina sur la ocupan el pequeño arbusto seco y el desagüe que recibe las aguas lluvias del techo, pero un poco más allá aparecen las Lavandas –sólo quedan las francesas; esta vez las inglesas perdieron el territorio en esa histórica rivalidad– y están enormes, de manera que cubren hasta la siguiente esquina en el lado norte.
El norte, de poniente a oriente:
Junto, y un poco debajo de las Lavandas, se niega a morir un Filodendro. Creo que se enamoró de la fuente de agua y las gotitas que le salpican encima lo tienen completamente aferrado a la vida. Pero no es el único. Las Amarilis están como vueltas locas, ni se inmutan con los caracoles, cuyo peso les dobla las hojas. Me la paso revisándolas, sacándolos uno a uno, pero no los puedo matar; al contrario, se han convertido en algo así como mini mascotas del patio, y me los quedo mirando largos minutos, sobre todo cuando por la tarde se suben a tomar agua a la fuente.
Después, avanzando hacia el oriente están los Cardenales; sí, son típicos y un poco aburridos, pero les tengo cariño. No solo han sobrevivido a tres cambios de casa en más de veintisiete años, sino que son los únicos a los que no les importa lo oscuro que es ese lado del patio. Es muy corto el periodo del año en el que les llegan algunos rayos de sol más directos, pero ellos crecen y florecen una y otra vez, así que por fin ese lado de la tierra no está pelada.
Frente a los Cardenales se llenó de Flor de la Culebra; parece que es una maleza, pero Javier dice que las malezas no existen, que es una manera despectiva que tenemos de nombrar a esas plantas que salen sin permiso. Solo por eso ya no las saco, me parece que su actitud es digna de reconocimiento, es una pena que ya nadie llegue sin invitación. Delante de ellas, se turnan en aparecer y desaparecer la Menta y las Caléndulas: a ratos sus flores amarillas cubren toda la tierra, pero en esta época son más escasas; las hojitas de la Menta están pequeñas, pero alcanzan para una buena taza de infusión.
En el centro:
De poniente a oriente, frente a las Lavandas, y en este momento un poco escondida entre tanta Amarilis, hay una Milenrama. Está linda, aunque un poco más pequeña que el año pasado. Estuvo semillando, así que sus largas flores ya están resecas.
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En diciembre Javier me trajo tres plantitas de Espuela de galán: dos las planté afuera, en la calle, en ese espacio que se han empeñado en llamar erróneamente “platabanda”. Esas están creciendo sin mayor novedad.
Pero una la planté en el centro del patio, cerca de la fuente de agua, entre la Milenrama y las Amarilis. No sé bien qué pasó, pero en estos meses de cuarentena empezó a crecer y crecer, y ya no es ese arbusto mediano que me dijeron que llegaría a ser. Comenzó a extender sus brazos en todas direcciones: uno avanzó hasta el Geranio, se le subió, dio media vuelta y avanzó nuevamente hacia el poniente. Otro cruzó hacia el sur y crece enredándose entre las filosas hojas de las Colas de Zorro enanas. Uno se metió entre los Cardenales; parece que no le importa mucho que ahí es aún más oscuro en esta época del año… Y otro avanzó hacia las Lavandas, se les encaramó encima, luego se arrepintió avanzando en dirección opuesta, pero finalmente volvió a ellas y con sus hojas, que crecen horizontales para atrapar toda la luz posible, se ha quedado tomando el sol sobre sus ramas más altas. Qué bello desorden ha introducido en estos días; esa cuota de descontrol en medio de lo predecible. Parecieran ser todos iguales, salvo por cada nueva rama que ha decidido salir a la aventura, cruzando nuevamente el territorio; o el brillo baboso que delata el paseo nocturno de un caracol sobre sus hojas más tiernas.
Publicado en el libro digital «ESOS GRANDES DETALLES. 92 relatos escritos durante la pandemia» de Enrique Matthey, y leído en la obra audiovisual «trescientos cuatro por cuatrocientos diecisiete», ambas en 2020, pág. 249-251.