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De ventanas, cementerios y corcolenes (2024)

Recibí la invitación para escribir estas líneas con una mezcla de entusiasmo y pudor.

 

Al entusiasmo inicial de tener la oportunidad de escribir sobre la obra —particularmente la fotográfica— de Eduardo Vilches, se le sumó el miedo de no estar a la altura del encargo, ya que, si bien cada tanto vuelvo a coquetear con las palabras, siempre he creído que pienso mejor con las manos. Con esa mezcla de sensaciones comencé a escribir y ya he borrado lo avanzado tres veces, porque a ese temor se le sumó otro distinto: que con mis mis palabras se dejara entrever el profundo cariño que siento por él (suponía que eso invalidaría de algún modo mis reflexiones sobre su obra). ¿Cómo hablar de su trabajo, si debo hacerlo separada de los afectos? Al no tener una respuesta que me dejara del todo tranquila, entendí que lo único que podía hacer era volver a comenzar; esta vez, desde el principio.

 

Ventanas

No recuerdo la fecha exacta en que vi por primera vez la serie de ventanas que Eduardo Vilches fotografió entre los años 1983 y 1984, pero sí tengo muy presente la impresión que tuve de estar frente a una obra suya muy distinta de las anteriores. Desconocía que Vilches había incorporado la fotografía en su trabajo, pero me hizo mucho sentido al recordar sus comentarios en clases de taller, donde nos había transmitido la idea de que se la podía entender como una técnica de grabado más, ya que el negativo era de algún modo la matriz, desde la cual era posible obtener numerosas copias de una misma imagen.

 

Al observar con atención esas fotografías descubrí que la plaza que se veía a través de esas ventanas, era la que yo había cruzado caminando diariamente en mi trayecto de vuelta a casa desde el colegio, probablemente hasta el año 1981, es decir, más o menos por esa misma época. Lo imaginé entonces ajustando la cámara día tras día, revisando que los objetos en el alféizar estuviesen ubicados exactamente en la misma posición, esperando atento a que la nube que había cubierto momentáneamente el cielo, se moviera para dar paso a los verdes saturados de los árboles, ya más cubiertos de hojas en octubre. Supe luego que ese ejercicio de esperar no solo a que la luz fuese la adecuada —sino también a que salieran del encuadre aquella pareja que paseaba por la vereda del frente o el taxi que se había detenido a tomar un pasajero—, lo sostuvo a lo largo de unos dos años y entendí entonces que la construcción de un cuerpo de obra es un trabajo de largo aliento, que no caben en ella el apuro o los atajos, sino que se levanta lentamente, con constancia y dedicación.

 

Esas ventanas —las seis que Vilches seleccionó cuidadosamente para exhibirlas, y también las decenas que quedaron ocultas en su archivo— son testigos pacientes del paso del tiempo: de las estaciones y los cambios en la calidez y transparencia de la luz; del crecimiento de los árboles, que apenas han terminado de perder sus últimas hojas, ya comienzan lentamente a mostrar indicios de su nuevo follaje. La ventana como ese sutil límite que se levanta entre el pequeño mundo de la plaza y el espacio privado desde donde Vilches la contempla, siempre atento a las preguntas que ella le quisiera susurrar.

 

Cementerios

Intuyo que para el común de las personas pueda no ser un asunto cotidiano visitarlos, en cambio para mí durante mucho tiempo fue habitual ir los domingos al Cementerio General a dejar flores en la tumba de mis abuelos. Es así como lejos de parecerme triste o incluso tétrico recorrer sus calles y avenidas, siempre me pareció un paseo tranquilo y puedo decir, hasta entretenido. (Por cierto, el mejor lugar de ese cementerio era el Patio de los Disidentes, uno de sus sectores más antiguos).

 

Contemplar las fotografías que Eduardo Vilches tomó en los Cementerios de Concepción, Ancud o Quicaví entre los años 1989 y 1993, pese a ser en su mayoría encuadres cerrados de sombras de cruces que reposan sobre el suelo o estar más bien centradas en ornamentos de arquitectura, me remite a esa sensación de quietud, de detención del tiempo natural que se percibe en ellos. Me refiero particularmente a aquellas fotografías donde el color pareciera estar ausente, ya que la información cromática que entregan es más limitada. Sin embargo, al poner atención en esos grises de cemento y piedra es posible notar la riqueza del color que encierra cada una de sus texturas. Al fijar la vista en la oscuridad de las sombras es posible ver que, lejos de ser una mancha densa y seca, sus bordes transparentes tiñen de color la superficie de suelos y muros, delatando la calidad y proveniencia de la luz que las generó. Al sumergirme en esas formas me transporto a las clases de color, donde enfrentados ante el encargo de construir escalas tonales de grises, nos percatábamos de que, al situar un trozo de papel gris junto al otro, estallaban los rojos, azules y amarillos que antes simplemente no lográbamos percibir. La sutileza del color en su máxima expresión.

Eduardo Vilches volvió a fotografiar los cementerios de Chiloé en el año 2005, pero esta vez para realizar un proceso de trabajo diferente: ampliar las imágenes en la fotocopiadora contrastándolas cada vez más, saturando las zonas de blanco y negro hasta convertirla en una suerte de matriz “xilográfica” colmada de grano. Así registró nuevamente cruces y ornamentos de tumbas y mausoleos, pero sumó también iglesias y paisajes. Entre estos, llaman la atención una serie de dípticos que me recuerdan a fotogramas, vistas panorámicas a través de dos ventanas que reconstruyen un momento específico, un lapso perdido entre un encuadre y otro, entre la primera y la segunda toma. Gracias a ese proceso Vilches fue borrando detalles, de modo que cada cruz, iglesia o paisaje se fue recortando dura contra el fondo iluminado, encandilante. En ese borroneo me preguntó ¿qué había ahí, bajo esa mancha feroz de oscuridad?, ¿qué nos privó de contemplar a ojo desnudo?

 

Luego, en el año 2010, en el cementerio de Punta Arenas reaparece la fotografía color, en ella las sombras y las luces son tan protagonistas como las cruces, los mausoleos y los cipreses. Puro recorte de formas o recorte de formas puras, mientras pareciera ser que el ojo gráfico a ratos le gana al fotográfico —¿o será tal vez que el ojo fotográfico es un ojo gráfico al que se le ha sumado el tiempo? el tiempo de la toma, el tiempo detenido en el cementerio, el tiempo del click—. En esta serie de fotografías la noción de encuadre está más presente que nunca, no solo en el encuadre fotográfico, del ojo que ajusta la caja negra de la cámara para dejar algo dentro o dejarlo fuera, sino en la capacidad de seleccionar con precisión ese recorte del paisaje, ese ojo que mide, equilibra, sopesa y discrimina con una libertad total de movimientos. Ese encuadre que siempre ha estado presente: en los bordes de la matriz, del escritorio sobre el cual se ordenaban papeles azules y negros, ciñéndose cuidadosamente a los márgenes para, desde ahí, ordenar el mundo.

 

De senderos y descansos

No he tenido la suerte de estar en Villa Alicia, pero creo conocerla un poco a través de las fotografías de su casa, del bosque y sus pasarelas. He visto las imágenes de Eduardo Vilches y Alicia Vega admirando el paisaje en los descansos que pacientemente habilitaron, así como las de troncos caídos cubiertos de helechos y líquenes, o las pequeñas flores de variados colores que crecen entre arrayanes, raulíes y notros. Lo imagino con su caminar cansino recorriendo los senderos, respirando la humedad del bosque, observando atentamente cada árbol y cada arbusto que ha visto crecer a lo largo de los años.

 

Esa observación atenta es probablemente una de las mayores y más profundas enseñanzas que Eduardo Vilches ha dejado no solo en mí, sino en todos quienes fuimos sus estudiantes. Y también esa ética de trabajo, que de algún modo se tiene presente y rige los caminos que se van tomando. Y hoy, luego de tantos años de conocerlo, me miro en medio de mi pequeño bosque de Lo Beño —o Lo Bello como me gusta decirle—; y aquí sentada bajo estos enormes coigües, me imagino conversando con él acerca de esta lluvia incesante, del viento que congela los huesos, preguntándole por sus Botellitas, Chaquihues y Corcolenes.

 

Al concluir este breve recorrido por algunas obras de Eduardo Vilches, me doy cuenta de que me fue imposible dejar fuera los afectos, porque son justamente los afectos los que marcan la relevancia de todos los asuntos en la vida. Sé que comparto con muchas y muchos otros una profunda admiración y cariño, no solo por la obra, sino por la persona de Eduardo Vilches, quien nos ha marcado y nos sigue marcando hasta el día de hoy.

 

Entonces, este es el único texto que he podido escribir.

 

 

 

 

 

 

 

 

Créditos imágenes:
Portadilla: Eduardo Vilches, Cementerio de Concepción, 1989-1990, Fotografía color 41,5 x 59,5 cm
Interior: Eduardo Vilches, Plaza Montt, agosto de 1984, 9:00 horas, Fotografía color, 180 x 180 cm
Gentileza Eduardo Vilches y Patricia Novoa

Texto publicado en el libro Eduardo Vilches, Santiago, julio 2024, pág. XX