caminó.
caminó.
caminó durante un tiempo imposible de medir en horas, o días.
caminó quizás como muchas veces antes, lentamente, con la cadencia de ese vestido de estampado geométrico en malvas y sepias, aquel que se mueve de lado a lado rozando suavemente las piernas.
sin embargo, esta vez sus ojos no estaban puestos en la textura del suelo que pisaba, aquella que muerde el pavimento a la hora en que los sonidos se mezclan inevitablemente, formando un murmullo azulado que luego de algunos minutos desaparece entre los recuerdos.
no, esta vez estaba inmersa en la conciencia misma de su andar.
absorta, miraba como cada vez que uno de sus pies tocaba el suelo, el otro seguía suspendido en el aire, más allá de toda posibilidad de contacto. y es que al parecer esa suspensión le acomodaba, le permitía esa necesaria inestabilidad que la mantiene lo suficientemente alerta como para no tropezar, y caer.
no hay nada que odie más que conocer el camino.
cada mañana sale de casa y sube al primer bus que se detiene frente al 2957, apretando en su mano izquierda el mismo libro desgastado por el sudor, el de la deliciosa angustia del viaje. así, con la vista sumergida entre las palabras, recita en silencio setenta y nueve líneas durante cada travesía, evitando de esa manera mirar hacia donde la lleva la anónima embarcación.
una vez nombradas y aun sin levantar la vista, desciende sin saber a dónde ha llegado. ese es el único momento en que se permite posar ambos pies en el suelo por algunos segundos, para respirar profundo y decidir hacia donde caminar.
porque el objetivo no está puesto en el destino, sino sólo en el transitar.
o más bien en no perder de vista por dónde se transita.
pero ese día ocurrió algo distinto.
había comenzado como cualquier otro martes.
tomó aquel primer bus, con el mismo libro apretado en su mano, recitando mentalmente las acostumbradas setenta y nueve líneas…
entonces sucedió algo tremendamente inesperado y aterrador.
sin saber por qué, esta vez sí alzó la vista y allí frente a ella, sentada en aquel asiento que por alguna extraña razón se ubicaba prepotentemente volteado hacia atrás, estaba ella, ella misma, sentada, mirándola.
un nudo gigantesco se le instaló bajo las costillas impidiéndole respirar.
a pesar de que su instinto de supervivencia la llamaba a huir bajando arbitrariamente en la siguiente parada, se mantuvo sentada sin poder despegar los ojos de su abrigo gris favorito. después de todo, había sido su protección incondicional en esos años de lluvias.
y sí, también a ella le sobraban varios centímetros en las mangas…
por otro lado, aun no terminaba la regulada secuencia de lectura.
siguió viajando así, quién sabe por cuánto tiempo.
concentrada, intentaba recuperar las palabras perdidas, pero en cuanto se veía leyendo once líneas más abajo, se extraviaba en la inmensidad de su propio murmullo.
de pronto se vio levantándose del asiento y no resistió seguirse.
bajó cuidadosamente de la nave que seguía en movimiento, evitando por sobre todas las cosas tocarse al descender.
a pesar de todos los cuidados, aquel olor familiar del té tibio le sonrió dulcemente despegándola del suelo por algunos segundos.
y fue así que comenzó a caminar.
en un comienzo fue sólo una necesidad inexplicable de mirarse.
se siguió por innumerables aceras… angostas algunas, deterioradas, de esas que muestran resignadas las piedras ocultas tercamente bajo su superficie, especialmente cuando las raíces de algún ciruelo se empeñan en respirar… otras anchas, de diseños interminables en rojos, en grises…
cuidaba nerviosamente no cometer la grave infracción de olvidar las divisiones cenizas y violetas.
por lo general, lo lograba.
luego se transformaría en una perversa urgencia que le helaba la espalda si aminoraba el paso. cuando la que marchaba veintitrés más adelante lo hacía más lentamente, distraída con las sombras de la gente, se veía obligada a cruzar la ruidosa avenida para mirarse desde lejos. es que el pudor no le permitía acercarse más que esa precisa distancia. si así ocurría, la invadía un vértigo caliente y una sustancia dulce y pegajosa le brotaba casi imperceptiblemente de las manos. sólo ella lo notaba cuando el libro se le quedaba pegado al pulgar izquierdo.
pero la que caminaba frente a ella sabía leerla.
si por algún minuto la perdía de vista acortaba el paso, buscándola entre las siluetas lechosas, hasta que lograba ver su trenza descuidada por el viaje. había aprendido a reconocer el ritmo de su andar transparente entre los muchos otros que salaban el aire.
sin embargo, ella tampoco sabía hacia dónde viajaban sus palabras, sólo intentaba mantenerlas ocultas en el bolso, sacándolas a respirar de tanto en tanto. es quizás por eso que marchaba sin tanto miedo; su voz había rebotado menos veces en los suelos regados de amarillo.
se siguió durante un tiempo suspendido, olvidado entre los cientos de hojas de mayo que aplastó sólo por el increíble placer de oírlas crujir bajo sus zapatos rojos. se siguió hasta que perdió la cuenta de las veces que repitió la seguridad de sus líneas conocidas, hasta que las palabras se desvanecieron borradas por el silencio de sus pasos.
no puedo precisar cuando, pero en algún punto entre cinco y nueve, el abrigo gris se detuvo; estaría cansado tal vez de tanta intemperie. se detuvo sí con bastante decisión, como si después de mucho vagar hubiese encontrado un camino a casa.
abriendo la puerta suavemente para no hacerla crujir, entró en el jardín de árboles enormes, retorcidos, cubierto por las flores secas de esos arrayanes de otros suelos.
dejó la puerta un tanto abierta para que su sombra pudiera seguirla con la mirada.
sabía que lo haría; siempre había podido adelantarse a ella.
y desde la calle se miraba mientras paseaba lentamente frente al portón de madera, pintado, por cierto, con muy mal gusto de un café rojizo, brillante.
se continuó mirando hasta que sus ojos, cansados de tanto encuentro, se durmieron inevitablemente. entre tanto, sus pies tercos seguían moviéndose incesantes, en un ingenuo intento por mantenerse equilibrados en esa inestable condición.
dormida aún llegó al 2957 sin saber cuál había sido el camino recorrido.
sus zapatos guardarían celosamente ese secreto por cuarenta y siete inviernos más.
sólo al oler la mezcla de canela y manzanas verdes en su cocina notó dónde se encontraba. completamente exhausta luego de ese inmenso esfuerzo se recostó sobre la mesa gris y no pudo evitar volverse a dormir, mientras apretaba en su mano derecha la tasa de té con miel que había preparado.
sí, se enfrió.
cada mañana sale de casa y sube al primer bus que se detiene frente al 2957, apretando en su mano izquierda el mismo libro desgastado por el sudor, el de la deliciosa angustia del viaje. así, con la vista sumergida entre las palabras, recita en silencio setenta y nueve líneas durante cada travesía, evitando de esa manera mirar hacia donde la lleva la anónima embarcación.
una vez nombradas y aun sin levantar la vista, desciende sin saber a dónde ha llegado. ese es el único momento en que se permite posar ambos pies en el suelo por algunos segundos para respirar profundo y decidir hacia donde caminar.
cada martes, sin embargo, un dulce nerviosismo le impide concentrarse en la lectura, mientras busca impaciente su reflejo en el suave movimiento de la balsa.
cada martes lo encuentra, ahí sentado frente a ella, sonriéndole.
Publicado originalmente en el catálogo de la muestra homónima, realizada en Galería Gabriela Mistral, Santiago, desde el 4 de noviembre al 18 de diciembre 2004. Con ocasión de los 30 años de la galería, fue incluído, además, en el libro Transferencias / Escritos de artistas. Producciones textuales en las artes visuales chilenas, Santiago, 2021.