Noviembre del año dos mil uno.
Hacienda Las Barreras, en las cercanías de Warnes, Santa Cruz de la Sierra, Bolivia.
Han pasado casi veinte años y aún me recuerdo sentada en el pasto, en el centro de ese verde intenso que me rodea extendiéndose en todas direcciones; mientras, ese azul, tan azul del cielo completa la bóveda celeste en medio de un sol intenso, y me inunda ese calor húmedo, que siempre me sorprende, porque termina gustándome más de lo que hubiera imaginado.
Sentada ahí, hora tras hora, día tras día, elijo una a una las diminutas flores de Siemprevivas, separándolas cuidadosamente en pequeños ramitos del mismo tamaño, que asemejan arbolitos encogidos. En sus extremos sobresalen florecitas de una textura más cercana a la sequedad del papel que a la suavidad de los pétalos, las que voy insertando lentamente, una junto a la otra, hasta completar un suave colchón. Así, muy de a poco, frente a mis ojos va creciendo un gran plano de color amarillo, que en ciertos segmentos se ve atravesado de manera inesperada por algunas líneas rectas –o todo lo rectas que pueden ser las flores alineadas– compuestas por las mismas flores Siemprevivas, pero esta vez, blancas.
Si alzo la vista noto que no estoy sola. No, junto a mi y un poco más allá, un pequeño grupo de mujeres y chicas jóvenes me acompaña, sentadas en el pasto, en el centro de ese verde intenso que las rodea extendiéndose en todas direcciones; mientras, ese azul, tan azul del cielo completa la bóveda celeste en medio de un sol intenso y las inunda ese calor húmedo, que no las sorprende.
Sentadas ahí, hora tras hora, día tras día, eligen una a una las diminutas flores de Siemprevivas, separándolas cuidadosamente en pequeños ramitos del mismo tamaño, que asemejan arbolitos encogidos. En sus extremos sobresalen florecitas de una textura más cercana a la sequedad del papel que a la suavidad de los pétalos, las que van insertando lentamente, una junto a la otra, hasta completar un suave colchón. Así, poco a poco, frente a sus ojos va creciendo un gran plano de color amarillo, que en ciertos segmentos se ve atravesado de manera inesperada por algunas líneas rectas –o todo lo rectas que pueden ser las flores alineadas– compuestas por las mismas flores Siemprevivas, pero esta vez, blancas.
Desde entonces mis manos –y sus manos– se han dedicado infinitas horas a calar, coser, bordar, tejer. El primerísimo primer plano de nuestras manos calando, cosiendo, bordando, tejiendo, no distingue diferencias; todas por igual se esmeran, con cuidado, acariciando telas, hilos, lanas, convirtiéndolas en distintas piezas que acogen distintos cuerpos. Unos, caminan en medio de la inmensidad del paisaje; otros, yacen encerrados en salas de exhibición, bajo la mirada atenta de quienes tampoco logran distinguir los límites difusos entre los quehaceres manuales de quienes provienen de lugares tan distantes, con orígenes e historias tan diversas. Quizás sea esa una pregunta abierta que tampoco es necesario responder, sino solo aprender a mirar con otros ojos, adentrándose en la espesura de los grises para distinguir la riqueza de sus matices.
Mónica Bengoa
artista visual
Profesora titular Escuela de Arte
Pontificia Universidad Católica de Chile
Texto publicado en Revista Ciencia y Cultura, La Paz: Universidad Católica Boliviana San Pablo, 2021, pág. 172-173.