i.
Izquierdo, derecho, izquierdo, derecho… uno tras otro mis pies van pasando las líneas del pavimento. A las perpendiculares a la calle, separadas entre sí unos tres pasos y medio, le suceden las baldosas más antiguas, cuya pequeña trama reticulada se ubica en ángulo con respecto a la dirección de mi avance. Si miro levemente hacia los lados, puedo ver que ese diseño cambia en los bordes, donde las baldosas decoradas en tono rojizo subrayan el ancho de la vereda.
ii.
Sumergida en los más variados pensamientos –desde los más triviales hasta los que quitan el habla–, no suelo notar otros pasos a mi alrededor y me pierdo en la regularidad de esa configuración que solo se rompe cada tanto, cuando aparecen parches y roturas, o cuando el choque con la calzada me obliga a alzar la vista hasta que alcanzo el otro lado de la calle. Y una vez ahí retomo la marcha, ese vagabundeo sin destino fijo en el que me permito sorprenderme con una serie de pequeños encuentros inesperados.
iii.
Desde hace años llevo en la mochila una o dos pequeñas cajitas, de preferencia, transparentes. En ellas guardo cuidadosamente los insectos que me salen al encuentro y que, pacientes, me esperan volcados sobre sus diminutas espaldas, como si estuvieran mirando el cielo, y que se han ido sumando poco a poco a mi colección de delicados afectos.
Pero no solo colecciono insectos muertos.
iv.
También he ido acumulando imágenes de cebadilla ratonera, vinagrillo rosado, mostaza silvestre, malvas reales; esas plantas que crecen sin permiso entre la vereda y los muros exteriores de casas y almacenes, o en esos espacios de tierra ‘pelada’ que abundan en los distintos barrios que cruzo camino al trabajo. Crecen año tras año, a pesar de los autos, a pesar de la sequía. Crecen a pesar del desprecio, a pesar de todo.
v.
Entre mis fotografías de pequeñas plantas guardo, además, las de frutillas silvestres, culle rosado, cebollín de las nieves, soldaditos y hierbas varias que pasan desapercibidas, ocultas bajo los enormes árboles de ese bosque precordillerano.
Pero para notarlas no basta con caminar mirando el suelo, es necesario hacerlo en silencio. No ese silencio que es la ausencia de ruido; ese otro que surge en la quietud del alma, ese que invita a ver.
Relato para “Plantæ, breves apuntes botánicos”, publicación realizada en el marco del proyecto “Plantæ”, que contó con el aporte de la Dirección de Artes y Cultura de la Vicerrectoría de Investigación, Pontificia Universidad Católica de Chile, 2024.