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Ejercicios de Resistencia: absorción (2002)

Ejercicios de Resistencia: Absorción se titula el conjunto de dibujos sobre servilletas de papel que componen mi trabajo en este nuevo “Proyecto de Borde”. Sin embargo, ejercicios de resistencia han sido también gran parte de los trabajos que he realizado durante estos últimos años.

 

En un intento de apropiación del espacio, de expansión máxima, he realizado enormes dibujos con sólo lápices de colores –aquellos que los niños usan en el colegio en sus clases de arte– que se han desplegado a manera de cartas climáticas sobre muros de grandes dimensiones. Pinturas o fotografías, donde la unidad modular que las compone son miles de flores secas, teñidas una a una para conformar un total que se instala en el espacio estimulando los sentidos. Y más allá, registros sistemáticos de situaciones cotidianas, que durante meses se han vuelto rutina en mi accionar diario.

 

En 1999, como parte de nuestro primer proyecto en el borde, fotografié a mis hijos noche tras noche, durante cinco meses mientras dormían. En ese entonces no podía imaginar nada más frágil que unos niños durmiendo en la frialdad de ese monstruo de concreto. Hoy sé que es justamente esa fragilidad uno de los hilos conductores más presentes en mi trabajo. Las pequeñas diferencias entre una fotografía y otra, entre una noche y otra, fueron marcando un territorio en el tiempo, donde mi vigilancia maternal, obsesiva, se transformó en testigo de cambios casi imperceptibles; el cambio de las sábanas, del pijama, el corte de pelo.

 

Luego vendrían otras situaciones de la vida diaria, de esas que hacen casa. Comer, lavarse los dientes…

 

Durante siete meses los fotografié en esa acción de cuidado personal. Empinados ante el espejo, frente a la dureza, la frialdad del enorme lavatorio, los registré en más de 640 pequeñas fotografías, donde cada una, a pesar de su reducido tamaño, era capaz de contener la noción de lugar y momento específico, en la simpleza de su estética de álbum familiar.

 

Sobrevigilancia se convirtió en el siguiente ejercicio de resistencia. Se trataba de un mural de 9160 flores teñidas que reconstruía fotográficamente la imagen del lavatorio en el baño familiar. Aquí se desplazaba el acto obsesivo de registrar dichas acciones básicas durante meses, a las miles de flores que reducían el ojo del espectador a través de su textura y el color verde que caracteriza las fotografías amateur, técnicamente deficientes.

 

Como una enorme corona de flores, una ofrenda final, intentaba rescatar lo frágil de esas situaciones domésticas que se repiten día tras día de igual manera, pero paradójicamente esa insistencia es justamente la que tiende a hacerlas pasar desapercibidas; en definitiva, las vuelve invisible a los ojos del que mira.

Así como estos ejercicios se han constituído en enormes testimonios de resistencia, de esfuerzo, de tiempo invertido, así también su presencia contiene la noción concreta de su inminente desaparición. Empresas tan gigantescas como efímeras, concebidas como “Ejercicios de endurecimiento del cuerpo”, o “Ejercicios de endurecimiento del espíritu”, como diría Agota Kristof en “El gran cuaderno”, aquel libro que llegó a mi vida cargado de afectos y abandonos.

 

Cada ejercicio pretende lograr un adiestramiento particular y específico. De este modo involucra un tránsito, el desplazamiento real y conceptual hacia el lugar concreto donde éste se pondrá en práctica. Pero para realizar este viaje, es necesario llevar la casa a cuestas para instalarla, durante un breve tiempo, en el taller de turno. Sólo así el ejercicio se hará productivo, confrontando el deseo, las dudas de la tarea efectuada correctamente, con el espacio real de exhibición. Ese es el único lugar posible, el único capaz de sostener la casa, la estructura necesaria para poder funcionar en la seguridad de las habilidades adquiridas, de esas acciones repetidas durante tantos años.

 

Y para ello es entonces imprescindible llevar la bitácora del viaje, el registro de la permanencia, el catastro de cada mínima acción, que produce la marcación en el tiempo. A diferencia de los recuerdos, esta marcación no pretende perpetuarse en la historia de los cuerpos, sino más bien volver más concreta la memoria reciente, tornando real ese espacio en suspensión, el inasible presente.

 

Pero como siempre se viaja para volver, es necesario que esta casa sea lo suficientemente liviana para poder desmontarla y continuar el viaje. Sin embargo, el trauma del tránsito constante no permite la conservación de la estructura, por lo cual una de las habilidades a adquirir debe ser la capacidad de construir rápidamente un nuevo albergue. Así cada ejercicio se levanta como un nuevo refugio construido con dedicación maternal, en la entrega constante que produce el deseo de seguridad de la casa permanente, pero con la certeza de que se trata de un trabajo vano, nacido para desaparecer.

 

En la misma inmensa fragilidad del peregrinaje contínuo se instala este nuevo proyecto. Aquí la cocina familiar, aquella donde registré también a mis hijos comiendo día tras día, se traslada a otra casa mayor, una vieja y enorme cocina con ollas apiladas una sobre otra en la Vega, mercado popular en el centro de Santiago.

 

Cientos de pequeños pedacitos de nada, descartables al final del viaje, tan inútiles en su función de absorber. Sin embargo, cada una con la capacidad de retener en su precaria materialidad la presencia de esas situaciones cotidianas, las rutinas diarias que nos recuerdan la seguridad que brinda, finalmente, la sensación de casa. Después de todo ¿qué absorbe el cuerpo durante el viaje más que el vago vértigo que produce la travesía?

Publicado originalmente en el catálogo de la muestra Project of a Boundary unfold/fold, realizada junto a Paz Carvajal, Claudia Missana, Alejandra Munizaga y Ximena Zomosa en el Fuller Museum of Art, Brockton, MA. y en Latincollector Art Center en New York, ambas en el año 2002.