Desde muy temprano Mónica Bengoa ha abocado su trabajo al estudio de la fotografía. Incluso antes de egresar de la Escuela de Arte de la Universidad Católica, la imagen fotográfica tomaba un lugar medular en sus propuestas y reflexiones artísticas. Aunque estas investigaciones han incluido una diversidad de preguntas, métodos y propuestas visuales –tal como puede observarse en las obras que componen esta retrospectiva– ha sido un aspecto particular el que ha “comandado” sus pesquisas y sobre el cual la artista ha vuelto de manera recurrente en buena parte de su producción, esto es, la intransitividad de la imagen fotográfica. Dicha “intransitividad” se refiere principalmente a la superación de aquella mirada que frente a una foto se dirige a saciar el deseo de “inmediatez” –en palabras de Bolter y Grusin (2000)–, buscando el reconocimiento del referente, de los objetos y figuras allí representados –el “studium” barthesiano– y obviando su carácter mediado[1].
En sus indagaciones tempranas, Bengoa reflexionó en torno al problema de la “intransitividad” buscando en la propia imagen fotográfica aquello que pusiera a la “vista” la condición significante del medio, sin por ello suprimir el motivo o el componente referencial. Esto puede observarse, por ejemplo, en 203 fotografías (1998), donde los propios elementos representados (segmentos, pliegues y marcas corporales) aluden a texturas, formas, tonalidades, encuadres que invitan a observar y pensar la fotografía como forma de representación –y no como mera huella– de la realidad. Por su parte, en la obra en vigilia (1999), la proliferación de fotos reiteradamente similares gatilla el olvido del tema u objeto de la imagen (cotidiano, familiar, recurrente) a favor de las observaciones sobre la variación cromática y tonal, los cambios casi imperceptibles en los ángulos de captura, los diferentes escorzos y formas que allí comparecen. Estos ejercicios también pensaron los formatos y la disposición espacial de la fotografía, su montaje, yuxtaposición y expansión fuera del límite de la sala (en el caso de Tríptico en Santiago, 2000) como métodos para la investigación del medio. Asimismo, en los trabajos de Bengoa la fotografía escudriñó sus propios límites al ponerse en tensión –sin combinarse– con otros medios como la pintura, el dibujo y el grabado, y también con cuestiones relativas a la forma en volumen.
Esto último resulta gravitante en los ejercicios visuales que Bengoa efectuará durante buena parte de la década siguiente; en ellos la artista ensayará transcripciones manuales de fotografías a soportes no tradicionales, compuestos por materiales tan diversos como prosaicos: cardos teñidos, servilletas de papel, hilos de colores y paños/retazos de fieltro. Es quizás en estos ejercicios de traspaso, en los tránsitos mediales y materiales de la imagen iniciados el año 2001 con Sobrevigilancia, que lo intransitivo de la fotografía se pondera y visualiza de manera más clara y, tal vez, sofisticada.
I
Durante buena parte de los 90, Mónica Bengoa trabajó con fotografías que aludían a vistas o partes del cuerpo, algunos alusivos a su propia imagen, ya fueran singulares retratos que mostraban a la artista disfrazada o adoptando una apariencia masculina, o capturas de algún fragmento corporal en particular. Como resultado de aquello, se produjo una sistemática acumulación de fotos descartadas, remanentes que jamás se exhibieron. No obstante, estos “despuntes” fueron recuperados y reunidos hacia finales de la década en 203 fotografías, conformando una suerte de pequeño “atlas” de lo corporal. Este conjunto incluía imágenes de diversa índole ofreciendo vistas parciales y segmentadas sobre el cuerpo.
Aunque a una escala bastante más modesta, algo del procedimiento utilizado en 203 fotografías recuerda el macro proyecto Atlas de Gerhard Richter[2]: la valoración de las imágenes descartadas, su clasificación por temas, su yuxtaposición variable, entre otros. Como ha señalado Benjamin Buchloh en su iluminador texto acerca de la obra del alemán (1999), la noción de “atlas” fue apropiada por el arte del siglo XX –y por la historia del arte desde Warburg– utilizándose de modo más “metafórico”[3], contraviniendo incluso su acepción decimonónica que lo entendía como una forma comprensiva y abarcadora de sistematización del conocimiento en todas las áreas de las ciencias empíricas. Más allá de la escala de los proyectos y de sus intenciones, interesa relevar el gesto que moviliza la producción de estas obras, donde el acceso a la imagen no acontece de manera aislada, sino en un entramado más complejo que la sitúa y significa. Esta red no pretende, sin embargo, ser totalizadora ni “holística”, sino más bien parece insistir en su carácter fragmentario, parcial y arbitrario. Y aunque la voluntad taxonómica resulta innegable, las acumulaciones y yuxtaposiciones de fotografías permiten una visualización pluricentral, donde no existe un sistema único ni lógico de recorrido y observación.
De este modo, la obra de Bengoa gatilla distintas asociaciones entre las imágenes que la componen, desde vistas más generales –medio cuerpo o cuerpo completo– a acercamientos o primerísimos planos de cicatrices, cavidades y pliegues en los que cuesta trabajo determinar qué parte del cuerpo está allí representada. Asimismo, el espectador se encuentra con imágenes a foco y otras algo más borrosas ya que, como bien advirtió Ricardo Cuadros (1998) la primera vez que la obra se montó, en este repertorio pueden distinguirse diferentes tiempos (velocidades) de obturación[4]. Igualmente comparecen distintas texturas y formas que van rimando entre ellas pero también “desentonando”. Es así como en ciertos sectores del conjunto se pondera lo lineal, generándose un particular ritmo entre imágenes que aluden, tanto a un pliegue o una cicatriz como a la unión de los labios o los párpados. Lo anterior contrasta con un grupo de fotografías donde, en lugar de lo lineal, es el sombreado o las mediatintas lo que captura la mirada.
Resulta interesante, además, mirar este repertorio no solo como un ensayo sobre una imagen posible de lo corporal, sino también como un estudio sobre el cuerpo como soporte de inscripción. En ese sentido, se produce un espejeo entre el motivo de la instalación y la fotografía en su arista más “indicial”, que polemiza de cierta forma con lo que se ha planteado en relación a una mirada intransitiva sobre la imagen fotográfica.
II
Y aunque 203 fotografías presenta una complejidad para el espectador, puesto que el punto de vista puede variar continuamente, poniendo en entredicho cualquier “sintaxis” preestablecida, en las fotografías mismas no existe una aspiración autoral, es decir, no hay inscrita una intención “artística”, son más bien fotos amateur, caseras. Lo mismo ocurre con las imágenes que componen en vigilia, el primer proyecto de una serie en que Bengoa fotografía de forma sistemática a sus hijos desarrollando actividades insignificantes y rutinarias: cepillándose los dientes, almorzando o, en este caso, durmiendo.
Susan Sontag escribió que uno de los primeros y principales usos populares de la fotografía en el siglo XX fue el registro de acontecimientos familiares memorables: casamientos, cumpleaños, vacaciones, etc. Así, fotografiar momentos en familia –especialmente si había niños/as– se convirtió en una especie de ritual social, cuyo objetivo era conmemorar y restablecer simbólicamente los lazos entre los miembros del clan[5]. Por el contrario, en las imágenes de Bengoa no ocurre nada excepcional. Lo que se capta, en cambio, son esos “espacios en blanco”, sin sobresaltos, pero que, sin embargo, resultan absolutamente necesarios para producir el contraste entre lo ordinario y lo memorable. Podría pensarse, entonces, que lo que en en vigilia se ve representado es ese dilatado y homogéneo lapso de tiempo en que los sucesos que acaecen son superados y descartados de forma casi inmediata: es el tiempo “profano” que se ubica entre los momentos de uso y práctica de la fotografía como ritual familiar. Se introduce así una paradoja, o quizás una inversión de los términos, ya que la fotografía reservada para la ceremonia se “desacraliza” por el empleo rutinario y hasta obsesivo del aparato técnico.
Esta repetición “hasta el cansancio” del mismo motivo (310 imágenes en total y presumiblemente otras tantas descartadas), gatilla justamente la pregunta por el procedimiento y la ejecución de la obra: una madre en vigilia, que noche tras noche –sin excepción– captura el reposo de sus hijos. En las imágenes puede verse representado el paso del tiempo, la vigilia marcada por los ciclos estacionales, percibiéndose tanto los cambios más evidentes (en el color y diseño de las sábanas) como los menos notorios (el largo o la forma del pelo de los niños). Este tema del cuerpo exigido en el proceso de producción se verá intensificado –y llevado al límite– en proyectos de mayor envergadura que la artista desarrollará en la década siguiente como Sobrevigilancia (2001), enero, 7:25 (2004) o su serie ejercicios de resistencia (2002), por poner sólo algunos ejemplos. De la misma manera, y aunque las instalaciones fotográficas arriba comentadas abarcaban una superficie bastante significativa, la imagen ampliada a escala mural se tornará recurrente en el trabajo de Bengoa a partir del año 2000. Es específicamente en Tríptico en Santiago (2000) donde se constata este cambio de formato, allí el tratamiento de lo privado y lo íntimo, que ya se visualizaba en las propuestas anteriores en relación a lo corporal y a lo familiar, alcanzará dimensiones considerables e implicará su emplazamiento en el espacio público.
III
Tríptico en Santiago se compone de tres fotografías en las que se aprecia a los hijos de la artista ejecutando la misma acción (comiendo), en el mismo lugar (la cocina), en distintos tiempos. Las imágenes se instalaron en una valla publicitaria de tres caras ubicada en la intersección de las calles Bellavista y Loreto. Gracias a los prismas triangulares comandados mecánicamente, era posible la rotación repetida y regular de las diferentes fotografías, produciéndose, de ese modo, un singular tríptico cuyos módulos jamás se percibían al unísono.
La apropiación artística de los espacios publicitarios urbanos había sido ensayada por artistas contemporáneos años antes, siendo un caso emblemático el del cubano Félix González Torres y su Billboard of Bed (1992)[6]. Aunque con intenciones y propuestas conceptuales y visuales bien distintas, en ambas obras se replica el efecto de extrañeza frente a una imagen cuya función es transmitir un mensaje de forma inmediata, pero que por el contrario, resulta confusa e indescifrable. El extrañamiento se produce porque la fotografía se comporta de manera ambigua: por su aspecto y “contenido” podría perfectamente cumplir con el objetivo de promocionar un producto, pero su “mutismo” desconcierta. En ese sentido, son imágenes que simultáneamente se ubican en y fuera de contexto, que operan bajo las lógicas visuales del anuncio publicitario pero que al mismo tiempo se desmarcan, resultando ineficaces.
En Tríptico en Santiago, la foto casera, sin esplendor y la escena privada e intrascendente entra en tensión con la máxima visibilidad y centralidad del espacio (público) de emplazamiento. Esta interesante divergencia será explorada por Bengoa en varios de sus proyectos de traspaso manual de imágenes fotográficas a materiales/soportes no tradicionales. Como ya se ha dicho, el primer ejercicio donde la artista pone a prueba un procedimiento de transcripción es en Sobrevigilancia, instalación de la cual sólo existen registros visuales y alguno que otro “vestigio” material[7].
En esta obra convergen, además, dos inquietudes que rondaban a la artista desde hace algunos años. Por una parte, y como se ha visto, las indagaciones en torno a la intransitividad de la imagen fotográfica y por otra, las exploraciones materiales que ya se observaban en Cantidad y recurrencia: los vientos (2000) y en En suspensión (2001), dos murales de muy distinta índole que Bengoa compuso a partir de flores naturales (cardos y siemprevivas).
En este proceso de investigación artística, Sobrevigilancia pone nuevamente de relieve el tema de la mirada “vigilante”, la cual –como recuerda Sontag– se vio intensificada con el advenimiento del aparato fotográfico en el siglo XIX y su instrumentalización para el ejercicio del control social[8]. No obstante, la mirada atenta y celadora que se filtra en la imagen de Bengoa se vuelca sobre lo nimio e insignificante, provocando un “dispendio” del recurso técnico. En el mural se ve representado el lavamanos de un baño común y corriente, en el que se alcanzan a reconocer dos pequeñas escobillas de dientes, el dentífrico y un jabón. La pregunta, entonces, es a qué se dirige esa mirada vigilante o con qué objeto se emplea realmente.
Sin duda, es el proceso de transferencia de la fotografía lo que demanda una atención visual intensa, prolija y metódica. Si bien la artista se ha servido de programas computacionales para descomponer la imagen modelo (que nunca está a la vista del espectador), elaborando plantillas donde se delimitan las diferentes zonas de color que conforman la representación, la ejecución del traspaso se realiza en buena medida “al ojo”. El procedimiento se hace aún más complejo si se considera que la traducción de la fotografía se efectúa a un soporte confeccionado con flores de cardo teñidas, es decir, a algo que tradicionalmente no se conoce como un medio de la imagen. Territorio desconocido donde se exploran a la vez que se ponen a prueba las posibilidades técnicas y visuales del material en que la imagen se re-corporiza.
De este modo, se desprende la pregunta ¿a qué medio se traspasa la foto?, ¿a un “pre-medio”, a un nuevo medio arcaico? Si Sobrevigilancia se pone en perspectiva y se observa en relación a ciertos murales donde Bengoa utiliza otro tipo de materiales y procedimientos para efectuar la transferencia de fotografías (servilletas coloreadas a mano, puntadas de hilo, fieltro calado), podría decirse que en cada proceso comparecen distintas medialidades: pintura, grabado y dibujo. Cada mural se nutre, entonces, de diferentes aspectos y características de los medios tradicionales (color, línea, textura, mediotono), sin adscribir a ninguno de ellos en específico. Así, la artista a través del uso de materiales domésticos ha buscado simular la conjunción de medios manuales para simular, a su vez, el medio técnico.
En estos ejercicios de traspaso, la intermedialidad, tal como la entiende Hans Belting (2007), es decir, las mutuas influencias (rivalidades y diálogos) entre los distintos medios de la imagen, se plantea como una manera de estudiar sus características y especificidades[9]. En el caso de Sobrevigilancia, la fotografía, sobre la que comúnmente se ha vertido la idea de transparencia o neutralidad significante, “desoculta” su condición mediada al tornarse, entre otras cosas, más pictórica. De este modo, el cardo como mancha (unidad de color irregular) vuelve menos nítidos los contornos de los objetos representados, haciendo difícil distinguir aquellos elementos que se supone están “a foco” en la imagen. Así, en la obra de Bengoa la inmediatez impuesta al medio fotográfico igualmente se satisface: los objetos referenciales son identificables, sin embargo, su “pictorialización” simulada, que por ejemplo convierte a la escobilla de dientes en una mancha verde abstracta y en volumen, hace simultáneamente reconocible al medio, a los medios en ella implicados.
Pero la observación del mural no sólo comporta una exigencia visual para el espectador, la mirada también se ve cautivada por el sensualismo de la imagen. Pese a la austeridad de la paleta cromática, las dimensiones de la obra (9.160 cardos que abarcaban un total de casi 54 m2), la textura y el suave relieve que aportan las flores secas teñidas, tientan, provocan al tacto; impulso o reacción que forcejea con la automoderación gatillada por el peso de la mirada (del) vigilante. En adelante, los trabajos de Mónica Bengoa sabrán compensar, cada vez con mayor maestría, el estudio acucioso del medio fotográfico con el deleite sensorial frente a la imagen, el cual, a través de la mirada, activa recepciones que desbordan y amplían lo meramente visual para abarcar una escala corporal.
[1] Bolter, Jay David y Grusin, Richard. “Inmediatez, hipermediación, remediación”, en: Remediation: Understanding New Media, Eva Alvarado (trad.), Cambridge: The MIT Press, 2000.
[2] Proyecto work in progress iniciado en 1962 (y aún vigente), en que el artista selecciona, clasifica y ordena en series una enorme diversidad de imágenes fotográficas producidas por él mismo, donadas o extraídas de medios impresos. Las más de 5.000 fotografías están organizadas en paneles, unidades desmontables que se van disponiendo a muro para componer el Atlas.
[3] Buchloh, Benjamin. “Gerard Richter’s Atlas: The Anomic Archive”. October, vol. 88, Cambridge: The MIT Press, p, 122.
[4] Cuadros, Ricardo. “Escenas de recuperación”, en: Exposiciones 1998, Santiago de Chile: Galería Posada del Corregidor, 1998, pp. 74-76.
[5] Sontag, Susan. Sobre la fotografía. México DF: Alfaguara, 2006, pp. 22-23.
[6] González-Torres instaló en seis vallas publicitarias distintas de la ciudad de Nueva York la misma fotografía monocroma de una cama vacía, desecha, cuyas almohadas aún retenían las siluetas de las cabezas que allí habían reposado.
[7] Los cardos teñidos que componían Sobrevigilancia fueron reutilizados más tarde en Persistencia y variación (2004).
[8] Sontag, op. cit., pp. 19-20.
[9] Belting, Hans. Antropología de la Imagen, Buenos Aires: Kratz Editores, 2007, p.63.