El trabajo de Mónica Bengoa es una severa reflexión sobre el poder de la ilusión; es decir, del poder, en sentido estricto. Para exponer sus argumentos ha resuelto recurrir a un dispositivo triunfal del Renacimiento: el modelo del studiolo. Es decir, un espacio reducido y engañoso situado en el corazón de un palacio, enteramente cubierto de paneles decorados con marquetería y pinturas.
El studiolo era usado como laboratorio, lugar de refugio, de retiro; como wunderkammer. Su programa decorativo solía ser manierista y los artistas encargados de su alhajamiento solían ser expertos en detalles miméticos.
Desde ya, una edificación de este tipo se configura como un espacio reglamentado que reproduce la distribución jerárquica de la vida social. La primera regla del procedimiento constructivo de Mónica Bengoa es intrínseca, porque construye “un dispositivo al interior de un dispositivo”: un microcosmos destinado a ejercer la función de simulación. La segunda regla es extrínseca y consiste en el encadenamiento de la secuencia entre studiolo, palacio y ciudad, exponiendo la parodia metodológica que amarra simbólicamente lo singular con lo universal; es decir, la expansión programática del espacio privado en espacio público. Aunque también, este procedimiento opera su regresión desde lo público hacia el espacio privado mediante una condensación representativa del poder.
El resultado de la aplicación de ambas reglas es la instalación del espacio político como efecto de perspectiva. El poder está en la base de la producción del espacio simulado, porque se organiza mediante la prefiguración del punto de fuga.
En el trabajo de Mónica Bengoa se reduce al máximo el punto de fuga, de modo que elimina los efectos de perspectiva para permitir que las representaciones regresen por el rebote simbólico que provocan. La producción del trucaje visual no se confunde con lo real, sino que monta un simulacro teniendo plena conciencia del artificio como infraestructura de la imagen. Por esta razón, lo que pone en escena es la derrota parcial de la verosimilitud, mediante una ortopedia visual que en la proximidad disuelve la presencia de las imágenes representadas y que en la distancia recompone las jerarquías de lo escenificado como figura.
La imagen construida en los paneles del studiolo reproduce, ampliada, la conquista pictórica del detalle. ¡Hay que poner atención en los detalles para articular una “política de la verdad” de las prácticas artísticas! Los insectos representados en los muros elaboran la hipótesis formulada en el título de la obra, que proviene de un detalle textual de Donald Judd: “Algunos aspectos del color en general y del rojo y negro en particular”. Es así como la hipertrofiada cosmética de esta composición de cardos se asienta sobre dos escalas tonales cromatizadas, destinadas a fijar la tensión libidinal producida por la pilosidad compartida de materias combinadas del mundo vegetal y del mundo animal.
En palabras de Louis Marin, los colores son aventuras ideológicas en la historia material y cultural de occidente. Los cardos, soporte material de esta pintura, han sido dispuestos como si fueran pinceles decapitados. En ese sentido, reproducen el desfallecimiento de la ilusión de poder, en el momento que la tintura es tan solo el residuo de una descarga monocroma que rehabilita las vibraciones fantasmales de una representación maníaco-depresiva.
La aventura ideológica de la sensibilidad del cono sur pasa, necesariamente, por la recuperación de los orígenes américanos de las materias del color. Cuando Mónica Bengoa hace referencia al negro, se refiere a la historia de sus determinaciones contaminadas. El negro, obtenido del hollín vegetal y que gracias a la cera de abeja se convierte en pigmento básico para las pinturas corporales de los indígenas del Paraguay, por mencionar un caso, emerge aquí como un significante cultural. El rojo, que aparece en las historias minimalistas ligado a la memoria de los esmaltes industriales, aquí regresa como una memoria olvidada a la fuerza por historiografías reductivas. En el espacio andino del siglo XVI y XVII el rojo fue usado en forma de laca para cubrir como veladura determinadas zonas del cuadro y también para la factura de carnaciones. O sea, en nuestro espacio, la posición del cuerpo define la ubicuidad de los colores y sus determinaciones político-culturales.
Desde aquí, el título de Donald Judd es reconducido a la suciedad contaminante de nuestras sociedades tardocapitalistas donde hacemos del diferimiento una condición de avance de los signos de cultura material.
Para complicar las cosas, hay que decir que no cabe duda que esta pintura se produce en el “campo expandido” del hiperrealismo fotográfico, solamente para darse a conocer como “efecto de aparato”; es decir, en términos de reserva del imaginario, de maximización de la eficacia ilusionista y de capitalización de inversiones cromáticas de baja intensidad. Lo que monta Mónica Bengoa como studiolo es la representación de una prohibición de teatralidad, en un emplazamiento arquitectónico que adquiere caracteres modélicos para la historia del “interiorismo”. El studiolo es un significante edificatorio que fija el valor de la historia privada como relato de una ilustración de Gabinete.
La puesta en escena de este dispositivo de producción de la ilusión es lo que permite acceder a la secreta compresión del pacto social, regulado por la economía erótica de la retención tonal de la tintura.
Justo Pastor Mellado