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Algunas instalaciones murales de Mónica Bengoa, en gran parte reunidas en este libro y en esta retrospectiva, responden de diferente manera al desafío de reproducir una imagen a través de materiales que oponen resistencia a dicho cometido[1]. Esa resistencia está dada principalmente por el hecho de que esos materiales no pueden ser triturados ni reducidos durante el proceso de elaboración; por el contrario, todos ellos conservan su forma y carácter unitario, incluso una vez terminada la obra. La construcción de la imagen mediante esas unidades y la inevitable formación de intersticios entre ellas interrumpen la continuidad de las formas, pero en un nivel más elemental imposibilitan una gradación fluida de los colores.

El curso de “Color” de Josef Albers fue diseñado y sistematizado hace ya más de ochenta años[2], pese a lo cual los artistas que lo imparten actualmente en las diferentes escuelas de arte de Chile se atienen bastante al modelo. Podemos encontrar, de todas formas, algunas variaciones en la metodología de enseñanza que resultan particularmente significativas. Hay quienes prefieren mezclar los colores utilizando pintura, pese a que en el libro se insiste en el uso de papeles ya coloreados. Hay quienes se abocan, en cambio, a la elaboración de sofisticados mecanismos electrónicos para comprobar la consecución de los objetivos de determinados ejercicios. Y hay quienes incluso optan por dejar fuera del programa el examen final estipulado por el mismo Albers, consistente en la reproducción o interpretación de una pintura medianamente conocida a través de la adhesión de diferentes papeles de color a una superficie de cartón forrado. Un artista y profesor de Color incorporó en su versión del curso el siguiente pie forzado. La pintura a reproducir con papeles de colores en el examen final debía ser anterior al año 1911 “¿Por qué creen que debe ser anterior a 1911?” pregunta a sus estudiantes al momento de dar las indicaciones para el examen. “Porque ese es el año en el que Vasily Kandinsky realizó su primera acuarela abstracta”, responde él mismo.

En su momento, esa restricción me hizo bastante sentido yo misma la he incorporado en mi propia versión del curso. Efectivamente a partir de la abstracción pictórica, entendida como el movimiento artístico de vanguardia que abrió la posibilidad de prescindir de la representación de un modelo reconocible, el color en la pintura deja de ser un medio para pasar a ser en sí mismo un problema. Pero –podrían preguntar los estudiantes– qué relación tiene eso con el encargo. Mi respuesta sería que, en términos más concretos, el abandono de la representación de un modelo reconocible puede llevar también al abandono de la representación ilusionista del volumen y el espacio, la cual muchas veces se obtiene a través de la gradación de tintes o tonos –las llamadas “luces y sombras”. En la pintura abstracta, por lo tanto, en lugar de esa gradación tonal solemos encontrar superficies planas de color, lo cual es consistente con el protagonismo que se le ha asignado a dicho elemento. Trabajar a partir de una pintura abstracta o incluso a partir de una pintura figurativa posterior a la abstracción –como podría ser una pintura de Alex Katz– impide que los estudiantes se enfrenten a una de las mayores dificultades del ejercicio: lograr obtener el efecto de una gradación de colores, la ilusión del cambio ininterrumpido de un tinte determinado a otro, pero mediante un procedimiento completamente adverso a dichos propósitos.

Si bien las instalaciones murales de Mónica Bengoa son el resultado de una operación similar, no parten de una pintura perteneciente al canon de la historia del arte, como los estudiantes en el examen del curso de “Color” de Albers, sino de una fotografía de espacios y objetos cotidianos tomada por ella misma. En general la dificultad para reproducir una fotografía es todavía mayor que la dificultad para reproducir una pintura, aun cuando se trate de una pintura anterior a ese hito fundacional de la abstracción ya mencionado. En la fotografía la variedad de tonos es mucho mayor que la de una pintura, dadas las posibilidades técnicas del medio que tanto maravillaron al momento de su invención y sobre las que tanto se ha teorizado desde ese entonces. Para no ir más lejos, en uno de los ensayos sobre fotografía de Rosalind Krauss, la teórica señala que la nitidez de los primeros daguerrotipos enseñó a los pintores de la época la pobreza de su propia percepción visual, y en consecuencia las limitaciones de su propio medio artístico[3]. Pero, llegado a este punto, quizás sería prudente preguntarnos qué nos hace suponer que un gigantesco mural hecho de servilletas de papel[4] se basa en una fotografía y no en cambio en una pintura, dibujo, o incluso la observación directa del modelo. El motivo en apariencia anodino de esta instalación mural de servilletas –un conjunto de juguetes repartidos en el suelo debajo de una cama a medio hacer– remite a cierta idea ya consensuada sobre lo cotidiano. Pero este motivo también remite a un cierto tipo de imagen que se ha abocado expresamente a su registro en los últimos años: la fotografía aficionada o doméstica, cuya historia se remonta a la invención y comercialización de las cámaras portátiles. Solía pensar que, tras una inicial investigación fotográfica sobre las actividades diarias, el sentido de lo cotidiano en la obra de Mónica Bengoa estaba orientado principalmente a generar un contraste con su metódico y, en cierta medida, impersonal sistema de trabajo. A la luz de esta reflexión ahora pienso, en realidad, que lo cotidiano en sus murales cumple otra función: ser el testimonio de su origen fotográfico, y con ello de las particularidades de su proceso de elaboración.

En el mural de fieltro Algunas consideraciones sobre los insectos: Abeja de antenas largas (2010) se representa lo que pareciera ser una enciclopedia abierta de par en par. En la parte inferior izquierda encontramos una abeja de frente y de perfil, tal como se suelen representar las especies animales y vegetales en los libros científicos desde tiempos muy remotos. Sus contornos son sumamente definidos, incluso en la zona interior de sus translúcidas alas. Esa definición es lograda mediante una clara delimitación de las formas y un uso contrastado de tonos oscuros sobre un fondo claro. Las palabras que rodean a la abeja –y que podemos suponer que refieren a ella– también son nítidas en su cercanía, pero a medida que se van alejando comienzan a ser más difusas. Se trata, por lo tanto, de una imagen con una zona enfocada en donde se encuentra la abeja (también destacada en la bajada de título de esta obra), y una zona desenfocada correspondiente al resto del libro. Ahora bien, más allá de que el enfoque y desenfoque en esta imagen delate su origen fotográfico –tal como lo hizo el motivo cotidiano en el muro de servilletas– también plantea un asunto que compete a toda reproducción de la imagen. No sólo los motivos sino también los procedimientos de un medio de la imagen como la fotografía pueden ser reproducidos en otro. El punto es encontrar cómo.

En el montaje de estos murales, por lo tanto, junto con la imagen se despliega la proeza técnica que posibilita su definición. Y pienso que desplegar es, en este caso, un término tan apropiado como sugerente: las plumas tornasoles de un pavo real se despliegan para deslumbrarnos, así como los naipes de una baraja se despliegan para revelar el truco, el juego. En este caso la experiencia del despliegue –también deslumbrante y reveladora– es prácticamente simultánea para Mónica Bengoa y nosotros. La escala de estas obras imposibilita que la artista pueda ir contemplándolas durante el proceso; sólo es capaz de observar cada una de sus partes por separado. La traducción de cada uno de los colores, por lo tanto, se realiza de manera aislada. Bien podría suceder que al unir finalmente cada una de las partes los colores no interactuaran tal como esperaba. Pienso en una historia que cuenta Raúl Ruiz –que tiene más de una variante– sobre dos escuelas de pintores de un país indeterminado, obligados a representar sólo y únicamente al mandatario. Ambas escuelas deciden elaborar su retrato por partes, como si fuera un enorme rompecabezas. Sin embargo, mientras los pintores de la primera escuela se atañen al modelo, los pintores de la segunda van añadiendo pequeños trazos en el trayecto. Sólo al final caen en cuenta de que han eliminado todo rastro del presidente, y obtenido en cambio la pintura de un paisaje[5]. Antes de empezar, la artista elabora una suerte de guía, por lo que la construcción de sus murales no corre esa misma suerte. Pero además, se asegura de que ninguna inquietud que vaya apareciendo en el camino intervenga en el resultado; ninguna pincelada que haga de un retrato un paisaje. Para ello, analiza y descompone la imagen referencial en diferentes zonas, de acuerdo a los tintes y tonos presentes en ella, pero también y sobre todo de acuerdo a los colores de los que dispone para trabajar. Con la idea de un arte que hace del procedimiento la obra, en el año 2009 Mónica Bengoa expuso en la Sala Gasco seis de esos “planos de construcción”, uno de los cuales se encuentra en esta retrospectiva: musca domestica (mosca). Si bien otro de los planos exhibidos había sido utilizado para la elaboración de una imagen hecha de cardos teñidos, musca domestica en cambio nunca cumplió esa función. La otra guía que a veces elabora la artista es un muestrario de todos los colores disponibles según el material. No puedo evitar imaginar esa restringida “carta de colores” como un conjunto de tarjetas con una o dos columnas de recuadros e inscripciones, tan meticulosas y coloridas que merecerían ser también exhibidas. Lo interesante, sin embargo, es que en la medida en que la artista va avanzando en el trabajo ya no necesita consultar guía de ningún tipo, siendo capaz de identificar de manera inmediata cuál es el color que corresponde a cada zona. En otras palabras, el ejercicio reiterado de traducir un color a otro termina convirtiendo a la propia artista en un programa de traducción. Una capacidad adquirida durante el proceso, prácticamente imposible de traspasar a otra persona, y que ciertamente cuestiona el carácter mecánico de este tipo de labor.

No es fácil reproducir una imagen fotográfica con fieltro, burel, o hilo, o servilletas por una razón bastante evidente. A diferencia del pigmento pictórico, esos materiales no pueden ser mezclados entre sí para obtener otros colores. Eso obliga a trabajar solo y exclusivamente con los colores que vienen de fábrica o, en el mejor de los casos, obtener otros tintes o tonos mediante una estratégica disposición en la que se genere algún efecto visual. Al inicio de este texto señalé que hay quienes afirman que la abstracción y la autonomía de la obra artística que derivó de ella habían tenido como consecuencia una consideración del color como problema. Una consideración de ese tipo posibilita, entre otras cosas, que se valore al color en sí mismo, desprovisto del significado atribuido por teorías espirituales o científicas consideradas durante mucho tiempo inmutables e imperecederas. Pero en menor grado, también posibilita que se valore al color tal y como viene de fábrica, como una suerte de ready-made[6]. Podemos encontrar una aplicación no tan industrial de este principio en una de las obras más recientes de esta muestra. El referente es una foto de una siembra escalonada del norte de Portugal. El material empleado para su representación es el burel, tela tradicional de la zona con la que solían vestirse los monjes. Los colores utilizados corresponden a los tres tipos de ovejas de los que se obtuvo la lana: branco pérola (crudo), cinza (gris), y el castanho, junto a otros dos colores obtenidos mediante la mezcla de los anteriores. La pieza, de hecho, se titula de acuerdo a ellos: “cinco cores: branco pérola, cinza claro, sarrubeco claro, sarrubeco, castanho”. Ahora bien, no me aventuraría aquí a señalar si en el caso de Mónica Bengoa la restricción cromática es la causa o el resultado de la elección de estos materiales. Lo que sí puedo decir es que evoca nuevamente las operaciones literarias de George Perec –quien, para no ir más lejos, escribió una novela en francés sin utilizar la letra e – pero sobre todo los ejercicios con papeles de color de Albers ya aludidos, tal como señala la misma Bengoa en un artículo tan lúcido que resulta prácticamente innecesaria cualquier otra reflexión al respecto[7].

Quizás la restricción cromática sea menos evidente en el caso de los murales de servilletas pintados con lápices de colores. Los lápices ciertamente se pueden mezclar para obtener diferentes tintes y graduar su intensidad para conseguir diferentes tonos, tal como evidencian los alucinantes dibujos de Germán Arestizábal. Sin embargo, la artista opta de manera radical por no mezclarlos entre sí, lo cual confirma que la restricción cromática en su trabajo es absolutamente voluntaria. Los lápices se venden en cajas de seis, doce, veinticuatro, cuarenta y ocho colores o más. Mientras algunos lápices casi no son utilizados dado que sus colores no están presentes en la imagen original, otros resultan en cambio insuficientes –como deben haber sido los lápices de matices verdes para la realización del mural de servilletas titulado, justamente, the color of the garden. La solución encontrada por la artista para abastecerse de un mayor surtido de tonos y brillos fue adquirir lápices de diferentes marcas, lo cual nos lleva a un hallazgo no menor. Las diferentes marcas de lápices tienen, por lo general, la misma variedad de colores, pero los colores de cada marca son diferentes entre sí. Vale decir, el azul de un lápiz Faber, por ejemplo, no es el mismo azul de un lápiz Caran d´Ache. Si comparamos dos lápices de un mismo color pero de diferente marca, uno suele ser más o menos saturado, o más o menos opaco que el otro. Los sabores funcionan un poco de la misma manera. El helado de pistacho de una marca no es igual al helado de pistacho de la otra. Y sin embargo, mientras estamos acostumbrados a esas diferencias en un mismo gusto o sabor –sin ir más lejos en base a ellas vamos adquiriendo nuestras preferencias– nos sorprende que existan en un mismo color, como si los colores no fueran susceptibles a las condiciones objetivas en las que se manifiestan, como si solo existieran en un plano ideal.

Pienso que el trabajo de Mónica Bengoa arremete en contra de esa consideración ideal del color al darle una identidad material (el color particular del lápiz, el fieltro, el hilo, el burel), pero también un cuerpo palpable y visible. La materialidad de la mina del lápiz quizás sea imperceptible, pero la servilleta misma se expresa en toda su delicadeza mediante ese leve doblez inferior derecho a través del cual se alcanza a ver parte del muro sobre el cual está sutilmente adherida. Por otro lado, en los murales de fieltro los colores no sólo están claramente separados por zonas, sino que además se diferencian entre sí de acuerdo a su espesor. En Algunas consideraciones sobre los insectos: Abeja de antenas largas (Eucera longicornis), por ejemplo, las motas de color con las que la artista da cuenta de la vellosa textura del cuerpo de la abeja varían según el tono: las más claras se encuentran más cerca de la superficie, mientras que las más oscuras se encuentran a mayor profundidad. Esta modalidad permite que se acentúe la oscuridad de los tonos más oscuros (valga la redundancia), dado que reciben la sombra proyectada por las zonas de color circundante, y lo mismo al revés. La obra en su totalidad adquiere de esa manera el aspecto de “un verdadero levantamiento topográfico”, en palabras de María José Delpiano[8], pero sin su característica disposición horizontal. No hay que olvidar, además, que esta obra fue exhibida inicialmente en el Museo de Artes Visuales (MAVI) y que, dado que los diferentes niveles o plantas de ese espacio no están separadas por muros, las múltiples capas y cavidades de fieltro se podían observar de cerca pero también desde la altura, obteniendo así impresiones distintas, si es que no opuestas entre sí.

“Quisiera hacer un texto tan fino como tu obra” es el nombre de un ensayo de Adriana Valdés, publicado en el catálogo de la exposición enero, 7:25 realizada el año 2004[9]. Pese a que leí el texto en su momento, recién ahora creo comprender la verdad que hay detrás de su título. El trabajo de Mónica Bengoa ciertamente suscita un tipo muy particular de deseo: el dominio de la técnica y los materiales –incluida la escritura y el propio lenguaje–, al punto de transformarlos en algo distinto a lo que inicialmente son. Con “el espesor del color” quise aludir en cambio a la tremenda importancia del color, pero también a su cualidad física y concreta. Algo que la obra de Mónica Bengoa incorpora, pero que además pone en evidencia.


[1] Me refiero particularmente a the color of the garden (2004); enero, 7:25 (2004); W, that’s the way I see it (2007); Algunas consideraciones sobre los insectos: Abeja de antenas largas (Eucera longicornis) (2010); Algunas consideraciones sobre las flores silvestres: Orquídea Abeja (Ophrys apifera) y Tablero de Damas (Fritillaria meleagris) (2011); y One hundred and sixty three shades of yellow, green, orange, red, purple, brown, grey and blue (so far) (2005-2014).

[2] Albers, Josef. La interacción del color. Madrid: Alianza Editorial, 2010. Publicado originalmente en 1963.

[3] Krauss, Rosalind. Lo fotográfico. Barcelona: Gustavo Gili, 2002, p. 67.

[4] Me refiero específicamente a enero, 7:25.

[5] Ruiz, Raúl. Poética del cine. Santiago: Editorial Universitaria, 2000, p. 55.

[6] Temkin, Ann. “Color Shift” en Ann Temkin (ed) Color Chart: Reinventing Color, 1950 to Today. Nueva York: MOMA, 2008, pp. 16-17.

[7] Bengoa, Mónica. “Sobre restricciones y paletas cromáticas” en Revista Diseña nº 8. Santiago: Escuela de Diseño Pontificia Universidad Católica de Chile, 2015.

[8] Delpiano, María José. “Inquisiciones de la mirada: esmero y deleite” en Mónica Bengoa, W doble ve. Santiago: Publicaciones Cultura, 2014, p. 23.

[9] El título originalmente va entre paréntesis.

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