Una creadora visual más reciente que ha puesto en cuestión la consistencia y presencia del cuadro como soporte, es la artista Mónica Bengoa (1969), para quien el cuadro no es otra cosa que el fruto de los sucesivos desplazamientos de referentes previamente fotografiados.
En 1999 inició una exploración sobre la puesta en escena de la vida cotidiana familiar, registrando regularmente acciones domésticas reglamentadas. Para ello, clasificó actividades relacionadas con elementos familiares diferenciados (herramientas domésticas, mobiliario, ropa de cama) y produjo regularmente registros fotográficos, buscando las sutiles diferencias que tenía el lugar en la realización de cada fotografía según el espacio y el tiempo específico de cada toma.
El tema de su obra Sobrevigilancia es la imagen del lavamanos en el baño familiar, sobre el cual se encuentran dos cepillos de dientes infantiles, un tubo de crema dental y un jabón. Esa obra monumental, de 54 metros cuadrados de superficie, fue constituida por cientos de flores de cardos secos, unidas y apretadas unas contra otras, que pegó a muro de la galería donde se exhibió, formando una superficie unitaria. Sobre esa superficie punzantemente agresiva, la artista desplazó el tema de la fotografía del baño familiar, que seducía el ojo del espectador a través de su textura y el color verde que caracteriza la fotografía “amateur”, técnicamente deficiente. “A partir de ese trabajo”, dice la artista, “fue posible radicalizar el sistema de construcción de obra, asumiendo decisiones significativas en cuanto a las modalidades y materialidades de transferencia de imágenes fotográficas”.
Mónica Bengoa sustituyó la institucionalidad del plaño de la tela y el bastidor que la soporta, al pegar directamente en la muralla los cardos que, pintados y numerados de acuerdo a un plan de trabajo, “armarían” una pintura y no un cuadro. Hay que considerar la mirada del espectador, y sobre todo la de primeros planos, donde el que miraba se encontraba con la particular textura de la planta seca, con sus intersticios y “profundidades”, y a medida que se alejaba para observar esa monumental obra, comenzaba a aparecer la pintura como unidad temática y formal. Por los significantes empleados en ese mural, se trataba de una obra efímera, ya que la flor de cardo no solamente estaba propuesta como soporte, sino que era parte constitutiva y significante de esta obra pictórica. Cuando la exposición terminó, la artista debió “desmontar” la pintura y despegar uno a uno los cardos significantes que, en cuanto soportes, le daban a la obra un corpus de absoluta fragilidad.
Bengoa investiga “puentes de intercambio material” con otros medios, invirtiendo estrategias formales provenientes del dibujo y la pintura e incluyendo el uso de objetos. Esos objetos, acumulados, redistribuidos, seriados y haciendo masa, le permitieron crear dispositivos de traslado eficiente para la producción de grandes murales. Flores naturales, servilletas de papel y otros son el soporte para reproducir la estructura fotográfica de origen.
Para la artista, el traspaso de un lenguaje a otro obedece también a la elaboración de un sistema de restricción en el uso del color, derivado de prácticas minimalistas programáticas y formales. “Las flores de cardos, por ejemplo”, explica, “se constituyen en un píxel fotográfico o pincelada seuratiana. Ello permite la incorporación de módulos-objetos mediante procedimientos ligados a prácticas posminimalistas, en términos de repetición y de construcciones reticulares, como también el uso del medio fotográfico como sistema ortopédico de construcciones de imágenes…”.
Otra obra suya, que expuso en la galería Gabriela Mistral, se titula Enero, 7:25. En ella estableció una organización cromática, basada en las distorsiones lumínicas generadas por la fotografía digital traspasada a la pantalla del computador. Esas distorsiones, que se instalaron como referente cromático de la imagen, a su vez fueron desplazadas hacia otro soporte: la servilleta de papel. La artista reiteró las operaciones de transferencia de máquinas fotográficas hacia otras materialidades, e incluyó procedimientos ligados a desplazamientos del dibujo y del grabado. La servilleta de papel le sirvió de módulo para hacer visible, en gran formato, la imagen que mostraba una cama de niño desarmada, vista a ras de suelo, bajo la cual se encontraban escondidos juguetes y vestimentas. Usó cientos de servilletas de papel, que fueron coloreadas con lápices de colores, siguiendo la restricción cromática que la fotografía impone.
“Podría decirse que Enero, 7:25 establece una relación inversa en cuanto a la utilización del instrumento óptico”, señala Bengoa, “ya que el propósito no se basa en su poder de crear imágenes lo más fieles posibles a la realidad, sino en revelar el procedimiento técnico de la elaboración de obra”. Para la artista, la consistencia de la imagen en la obra monumental –que se produce en la mirada lejana– abre preguntas sobre la eliminación del soporte del cuadro, y también sobre los procedimientos que el artista practica para traspasar el referente de la escena original fotografiada, reproducida y deformada en el computador. Cientos de servilletas que se movían permanentemente al menor roce fueron el “soporte” sobre el cual se buscó traducir lo más fielmente posible esa imagen. El trabajo proponía como problema el cruce entre la imagen producida mecánicamente y la manualidad, que reproducía el referente fotográfico del escenario doméstico. También estaba la manualidad del gesto, repetido insistentemente, y el gran formato.
Enero, 7:25 presentó lo que se hace visible a escala monumental, sobre la fragilidad de cientos de servilletas pegadas al muro. Pero a medida que el espectador avanzaba, el módulo –en su esencia frágil e inservible y sobre el cual se reproducía, como ínfimo fragmento, el pintar con lápices de colores– iba adquiriendo significado. La servilleta asumió el doble papel de soporte y significante; las servilletas pegadas sobre el muro organizaron una particular textura y conformaron un “cuadro” frágil y efímero.
Gaspar Galaz