I. El rostro de las cosas
El propio cuerpo, capturado en sus repliegues y detalles, posando en plano medio ante la cámara o vuelto de espaldas a ella, absorto en tareas domésticas, durmiendo. Los cuerpos de otros, de niños dormidos o lavándose los dientes, de sujetos que posan cambiando de vestuario, descompuestos en una cuadrícula de partes intercambiables. Diagramas de flujo de vientos, precipitaciones, zonas climáticas del planeta y corrientes marinas. La imagen de un auto visto desde arriba, cargado de objetos diversos en etapas sucesivas, también construida por módulos que van mudando a medida que pasan los días. Espacios y objetos domésticos, nimios: dormitorios, cocinas, jardines y baños; enchufes, interruptores, juguetes, verduras, flores, insectos, lomos y páginas de libros. A primera vista el repertorio de imágenes con el que trabaja Mónica Bengoa parece extremadamente diverso, disperso y como deliberadamente irrelevante, como si el tema de cada obra no fuera más que un pretexto para los laboriosos despliegues de oficio que caracterizan a su trabajo reciente, o para la exploración de las posibilidades e implicancias de las técnicas con las que trabaja.
Al recorrer su obra de modo lineal, cronológico, se perfila un relato posible, que va desde la exposición de lo privado y familiar en un formato en apariencia deslavado, desprovisto de todo virtuosismo (la fotografía de aficionado), hacia obras de formato grande y creciente impersonalidad en sus temas, construidas con dificultades técnicas considerables. El gesto de la artista de darle la espalda a la cámara que antes enfrentaba frontalmente en ejercicios de fortalecimiento del cuerpo: flexible y distensión (2002), su tránsito de las fotografías de sus hijos durmiendo o lavándose los dientes a las fotografías de piezas vacías de presencia humana, jardines y libros, puede leerse como un recorrido desde la exhibición de lo personal a la exploración de lo objetual, de lo inhumano incluso (incluida la exploración sostenida del mundo de los insectos a la que ha dedicado varias obras).
Sin desmentir del todo esta impresión, me parece que la obra de Bengoa se define mejor por la fidelidad a ciertos problemas, a ciertas preguntas y procedimientos, pero sobre todo a cierto modo de mirar, que esta retrospectiva hace aparecer si la obra se recorre de modo no secuencial. Decir que su obra transita de la presentación de los cuerpos hacia una exploración de las palabras impresas sería no darse cuenta de que en ambos casos está en juego una mirada, una mirada encarnada en un cuerpo y que nos conmina a mirar desde nuestro propio cuerpo, a sentirlo en contacto virtual con el cuerpo de la obra, que se ha ido volviendo más sensual y táctil a medida que avanzan los años: un material como el fieltro, que la artista viene explorando hace algunos años, no interpela sólo a la visión, sino que, incluso a la distancia de la contemplación en un museo o galería, sugiere un contacto de la mano con la obra para sentir su textura, su blandura, su tibieza.
Tal vez en las obras en las que reproduce con asombrosa minuciosidad el modo en que la forma de las letras se transforma, en la fotografía de una página arrugada transpuesta al fieltro o papel calado, la autora se exponga más, revele más sobre sí misma, que en las fotografías de su obra temprana en las que la vemos posando desafiante ante la cámara. Los lomos de sus libros y la decisión de mostrarlos, de mostrarse en ellos, tal vez nos digan más sobre una personalidad que el enigma de un rostro. Un chancho, una tortuga o un ratoncito de juguete, el primerísimo plano de una hormiga, una abeja o un escarabajo, y hasta los enchufes o pestillos bordados con extremo cuidado, son en cierto sentido autorretratos, testimonios más vívidos de un temperamento que la exhibición del propio cuerpo.
El teórico del cine Béla Balázs sostenía que los primeros planos de ese arte convertían en rostro a todo lo que se mirara con ese grado de detalle y detención: un reloj, una mano, una flor, nos producían vistas tan de cerca la misma empatía que un rostro humano.[1] “Un hombre”, escribe Borges, “se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara.”[2] Esta mujer que dibuja jardines, objetos, espacios y frutas nos muestra también el contorno de un cuerpo, de un cuerpo atareado en el quehacer constante de mirar, de examinar, de conocer confeccionando, fabricando simulacros de las cosas para comprenderlas como sólo las comprende quien trabaja la materia con las manos.
Tomar, como escribía Ponge, partido por las cosas, escrutar su rostro, es oponerse a la impostación de la personalidad, la exploración de los laberintos internos del yo y la teatralidad espectacular de los afectos. Implica optar por el pudor y la reserva, disciplinada y obstinadamente permanecer fuera de cuadro. Pero es también reconocerse y revelarse en los objetos que se coleccionan y se exhiben, en las cosas que se escogen para demorarse en ellas, para ampliarlas y explorarlas en un grado de detalle que las vuelve ajenas, como nunca antes vistas. No hay entonces, propiamente, un polo íntimo, confesional, sincero, y un polo formal, impersonal y estetizante en la obra de Bengoa, sino variaciones sobre el cuerpo, la mirada, las imágenes, el mundo y la rutina cotidiana en la que interactúan.
II. Ficciones de lo cotidiano
En su libro Elogio de lo cotidiano, sobre la pintura holandesa del siglo XVII, Tzvetan Todorov se interesa por este período como un momento en que lo cotidiano se convierte en principio organizador del cuadro: no es que nunca antes se hubieran representado actividades y espacios cotidianos, sino que siempre estaban supeditados al objetivo superior de “elaborar una relación exhaustiva y sistemática de las situaciones de la vida e ilustrar un orden preexistente”[3]. Para Todorov, la pintura holandesa nos propone una lección de orden moral de la que todavía tenemos mucho que aprender, nos sugiere la idea de que la belleza “no está más allá o por encima de las cosas vulgares, sino en su interior, y basta con observarlas para sacarla de ellas y mostrarla a todo el mundo.” Estos pintores supieron, continúa “alegrarse de la mera existencia de las cosas, hacer que lo ideal y lo real se interpenetrasen, y por lo tanto encontrar el sentido de la vida en la propia vida.”[4] Esta lección se difuminaría poco a poco en una pintura que sigue dialogando con lo cotidiano, pero está cada vez más interesada en pasar de ser una representación a funcionar como presencia. En el siglo XIX, escribe, “el mundo que la pintura representa ha perdido su valor. Todo lo que tiene que ver con él se considera ahora anecdótico y se rechaza en nombre de la pureza del arte. (…) En lo sucesivo debe verse a la imagen como tal, como pura presencia que no incita a avanzar hacia otro lugar.”[5]
Cabría introducir muchos matices en esta lectura de la pintura holandesa y en el resumen muy grueso de complejos procesos de la historia del arte que propone Todorov, pero su texto abre un lugar desde donde pensar a mucho arte de nuestra época que se emparenta con esta tradición de buscar la belleza no en lo trascendente, en lo grandioso, en lo sublime, sino en la trama de los gestos, espacios, objetos y actos cotidianos, en lo que Georges Perec llamaba “lo infraordinario”: “lo que tanto parece ir de suyo que ya hemos olvidado su origen.” Se trata, continúa Perec, de interrogar “el ladrillo, el hormigón, el vidrio, nuestros modales en la mesa, nuestros utensilios, nuestras herramientas, nuestros horarios, nuestros ritmos.” [6]
El trabajo de Bengoa puede inscribirse en esta línea, y forma parte también de un regreso a lo figurativo de muchos artistas a fines del siglo pasado, un retorno a la representación concebida no ya como ventana transparente que da al mundo sino como lente que lo transfigura.
Ahora bien, esta auto-etnografía minuciosa de la que habla Perec parece más fácil de lo que es: en realidad, lo cotidiano no es lo que está allí, dispuesto a ser capturado sin más y disponible al alcance de la mano para retratarlo. Lo cotidiano se inventa, se fabrica. Lo producen como dimensión de la existencia los artistas que lo miran, que lo hacen aparecer como algo al contemplarlo y plasmarlo en sus telas o textos, y toda documentación que dé cuenta de ello tiene necesariamente una dosis de ficción, de escenificación. Trabajar sobre lo cotidiano es transformarlo, darle forma, hacerlo aparecer, crearlo.
Se ha dicho que la elección de temas cotidianos fue uno de los movimientos en la historia del arte que hizo dirigirse la mirada hacia la pintura como presencia: si el tema es intrascendente, lo que importa es cómo se lo representa, cómo se presenta ante los ojos. Algo de esto hay, por cierto, en el trabajo de Bengoa, que en sus obras nos invita a mirar menos lo que se nos muestra que el modo en que eso que se nos muestra llegó a aparecer ante nosotros. El proceso de traspaso del medio fotográfico a diferentes soportes y técnicas marcadas por un alto grado de manualidad, como el bordado y el calado de fieltro por capas, produce una fuerte tensión entre el nivel de realismo y detalle de la imagen que aparece y el modo en que percibimos que se hizo aparecer, un poco como si la artista se hubiera propuesto entrar a la cámara oscura del proceso fotográfico y volver lento y trabajoso el proceso químico o de registro digital que allí ocurre de modo instantáneo, automático.
Al mismo tiempo, las obras de Mónica Bengoa, incluso las más abstractas, nos muestran siempre algo, nos hacen mirar un objeto que aparece ante nosotros en su complejidad y densidad, lo que produce una paradojal ilusión de presencia material (sabemos que estamos frente a una multitud de cardos, pero nos parece ver un lavatorio, lo vemos como si estuviera ahí al mismo tiempo que vemos los cardos con los que está hecho). Sus obras nos dicen: demórate en este objeto o lugar que no mirarías por ningún motivo si yo no lo hubiera sacado del mundo, capturado como imagen y exhibido ante tus ojos fuera de contexto, de manera que lo mires como por primera vez. Detente en este enchufe, en este autito de juguete, en esta berenjena, en este agujero en el muro, observa la manera en que les dio la luz en un momento único, en un instante preciso.
III. La mirada microscópica
En alguna de las reuniones en que nos juntamos a conversar sobre su muestra retrospectiva, al pedirle detalles sobre la distribución de las obras en el espacio del museo, Mónica me llevó a su taller, donde me señaló una maqueta del museo en la que había dispuesto impresiones reducidas de las obras en un orden tentativo. Esto es, por cierto, una práctica común en los artistas que quieren imaginarse cómo se verán las obras puestas en un lugar específico y asegurarse de encontrar el modo óptimo de disponerlas. Pero en este caso el gesto adquiere una carga especial, por el rol que poseen los procedimientos de transformación de escala en su obra. Me quedé un rato mirando la maqueta, circulando imaginariamente por las salas del museo reducido a la escala de un juguete.
Toda obra de arte, propone Lévi-Strauss en El pensamiento salvaje, es un modelo reducido de la realidad (incluso las obras monumentales o de tamaño natural, “puesto que la transposición gráfica o plástica supone siempre la renuncia a determinadas dimensiones del objeto” [7]
), una miniatura destinada a otorgarnos una ilusión de poder sobre las cosas por medio de un objeto homólogo a ellas, en una operación situada entre el pensamiento mítico y el científico. Algo hay de esto en la obra de Bengoa, que traspone aspectos restringidos de la realidad con un rigor que tiene mucho de manía, por su extrema minuciosidad, pero también mucho de juego, por la gratuidad del desafío que en cada obra se propone, sin otra finalidad que el placer de explorar lo que sucede, y con la convicción de que esa dificultad autoimpuesta (lo que los miembros del grupo Oulipo llamaban escrituras constreñidas, limitadas, con impedimentos) nos enseñará nuevas maneras de mirar.
Ahora bien, no es un detalle que los cambios de escala de Bengoa tiendan a la producción de imágenes en las que el objeto está magnificado en grado extremo, como sus imágenes de insectos, su enorme lavatorio verdoso reproducido con cardos, o sus murales de fieltro que amplifican páginas de libros hasta convertirlas en amplias geografías en las que el espectador siente que podría perderse. Si el mapa y la maqueta tienen como objeto normalmente conocer el territorio para controlarlo o conquistarlo, la mirada microscópica, ávida también de conocer, tiende más bien al vértigo de lo infinito, al detalle que invade todo nuestro campo de visión y que sentimos que podría agrandarse siempre más, indefinidamente, haciéndonos sentir por tanto diminutos, indefensos, vulnerables. El infinito del espacio sideral, como sabía Pascal, puede ser menos aterrador que el infinito de lo ínfimo, de lo diminuto como un universo en miniatura en el que podemos extraviarnos, y que hace vacilar nuestra convicción de que somos la medida de todas las cosas.
IV. Insectos, caracteres, incisiones
Uno de los microcosmos en los que Bengoa se ha sumergido es el de los insectos y las flores, que en los últimos 10 años han estado al centro de su producción, entre otras obras en los murales de cardos de some aspects of color in general and red and black in particular (2007), las obras reunidas en la exposición entre lo exhaustivo y lo inconcluso (2009) y los murales de fieltro mostrados en Algunas consideraciones sobre los insectos y las flores silvestres (2012).
Los insectos con los que trabaja Mónica Bengoa no son, como ocurría tradicionalmente en la historia de la pintura, un detalle de una escena mayor destinado a impresionarnos por su alto nivel de verosimilitud, por ejemplo haciéndonos creer que una mosca de verdad se había posado sobre la tela del cuadro. No son tampoco alegorías morales de lo efímero de la belleza o de la brevedad de la vida, aunque por momentos parezcan tentarnos a leer en ellos un sentido simbólico. Esto me sucede en particular con las abejas de los murales de fieltro: ¿cómo no pensar en las connotaciones de este insecto en la mitología, en la copiosa literatura que elogia su laboriosidad, su espíritu colectivo y su impresionante disciplina (o los denosta, como Marx, que opone en una frase famosa su trabajo de autómatas al trabajo consciente que define al ser humano)? En el renacimiento, se solía comparar la capacidad de las abejas de transformar el polen de flores diversas en miel con la habilidad del artista que toma sus ideas de fuentes diversas pero destila con ellas una obra nueva y única. Todas estas asociaciones, y muchas otras posibles, se activan al contemplar las abejas a las que nos confrontan estas imágenes, pero hay también en ellas algo que se resiste a una lectura de este tipo: cada una es demasiado singular, demasiado literal y específica, como para tomarse como símbolo, y lo mismo ocurre con las flores que Bengoa reproduce.
No hay que olvidar, por otra parte, que se trata de imágenes de imágenes, y que su peculiaridad deriva justamente de que se esfuerzan por reproducir exactamente, no el objeto que ostensiblemente toman como tema, sino una fotografía de ese objeto, con las peculiaridades específicas del medio. La paradoja de este procedimiento se complica en los murales en los cuales observamos una página de un libro abierto, posicionado en escorzo respecto al objetivo, confrontando escritura e imagen lado a lado, con el texto legible sólo en parte por los límites de la profundidad de campo. No se trata, por cierto, de la primera vez que Bengoa incluye textos en su obra, pero sí de la primera obra que le confiere tal protagonismo a su textura, a la forma de las letras, que en estas imágenes nos desafían a descifrarlas y al mismo tiempo nos permiten hacerlo sólo parcialmente (sin contar con el hecho de que los textos de esta exposición están en alemán, una lengua incomprensible para muchos de sus espectadores).
De la representación de estas páginas de un libro sobre insectos y flores recobrado de la infancia de la autora nació, creo, la fascinación con la letra como tema gráfico (ya que la literatura y los libros estuvieron siempre presentes en el universo de referencias de Bengoa). Su obra reciente se ha dedicado a explorar a conciencia la imagen de un objeto en apariencia árido, y de naturaleza relativamente ascética en oposición a la explosiva sensualidad de los cuerpos de insectos y flores: páginas de libros contempladas frontalmente (salvo por la distorsión que introduce haberlas arrugado). Algo persiste, sin embargo, de profundamente táctil, corporal, carnal incluso, en estas obras que podrían ser completamente cerebrales. La sensación se debe sólo en parte a la naturaleza del fieltro con el que algunas de ellas son ejecutadas, pues persiste ante las páginas caladas en papel: sospecho que se debe más bien a que intuimos en las obras la exigente intensidad física y la extrema delicadeza del proceso con el que son producidas, y al que en algunas exposiciones un video en loop nos permite asomarnos. El cuerpo que contempla estas obras se conecta, entonces, a través del medio de la obra, con el cuerpo que trabaja en producirla, con el ritmo del trabajo manual, y el producto terminado ante el que estamos nos invita a imaginar la serie de procesos mediante los cuales llegó a aparecer ante nosotros. Es interesante también cómo esos videos vuelven a poner en escena el cuerpo de la artista, con el dinamismo de la imagen móvil, ahora con sus manos en vez de su rostro como protagonistas indiscutidas.
Nos damos cuenta viendo ese video de que estas obras no son sólo un ejercicio de estilo, al ejemplo del texto de Raymond Queneau que sirve de pretexto para una serie de obras de Bengoa, en el sentido de que el tema es en ellas una excusa para explorar procedimientos, técnicas, recursos. Son también ejercicios de fortalecimiento del cuerpo y del espíritu, para recordar la frase de Agota Kristof que le sirvió de título a algunas de sus obras tempranas, por el esfuerzo sostenido que exigen, que se vuelve parte del complejo gesto que ejecutan y que recupera dimensiones arcaicas de la práctica de la escritura. Según Louis-Jean Calvet, la etimología del término escribir en las lenguas románticas se remonta “al latín scribere, «trazar caracteres», que a su vez nos envía a una raíz indoeuropea, *kerl/*sker, indicadora de la idea de «cortar», «realizar incisiones» (…). La escritura sería, por lo tanto, según la etimología, una especie de incisión…” [8]
El acto de calar, entonces, se conecta con los gestos de arañar, raspar, rasgar, hender, todos conectados también con el de dibujar (que en griego se designaba con el mismo término que el de escribir, graphô). Por su parte, la palabra calar, nos informa el diccionario, puede tener los sentidos diversos de penetrar en un cuerpo permeable, atravesar un cuerpo de parte a otra, atravesar alguna materia en forma de hoja para producir un dibujo parecido al encaje, cortar una fruta con el fin de probarla, ponerse un sombrero haciéndolo entrar mucho en la cabeza, armar una bayoneta o inclinarla hacia delante antes de atacar, conocer las cualidades o intenciones de algo, comprender un motivo o secreto, introducirse en alguna parte, meter la mano en un bolso para robar, empaparse hasta que la lluvia u otro líquido llegue al cuerpo, abalanzarse un ave sobre algo para apresarlo. Toda esta variada constelación de acciones me parece un buen modo de adentrarse en las operaciones que propone el arte de Bengoa, en sus entrecruzamientos que conjugan la mirada, el cuerpo, la materia, el mundo, y los decantan en objetos deslumbrantes, delicados, seductores.
[1] Balázs, Béla. The Theory of the Film. Londres: Dennis Dobson, 1931, p.56.
[2] Borges, Jorge Luis. Obra poética. Madrid: Alianza Editorial, 1979, p.170.
[3] Todorov, Tzvetan. Elogio de lo cotidiano. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2013, p.10.
[4] Op. cit., p.100.
[5] Op. cit., p.97.
[6] Perec, Georges. Lo infraordinario. Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2013, p. 14.
[7] Lévi-Strauss, Claude. El pensamiento salvaje. Bogotá: Fondo de Cultura Económica, 1997, p.45.
[8] Calvet, Louis-Jean. Historia de la escritura. De Mesopotamia hasta nuestros días. Barcelona: Paidós, 2007, p.31.